lunes, 23 de abril de 2007

Elecciones en Francia: el tsunami que viene

Jean Bricmont • Diana Johnstone

“A pesar de que hay una docena de candidatos entre los que elegir, un aspecto muy llamativo de esta campaña ha sido el enorme volumen de electores indecisos. Esto es un efecto de la crisis de la democracia europea: más y más poderes han sido devueltos a la burocracia central en Bruselas, en general con el apoyo de los socialistas y los verdes. La izquierda europea (señaladamente los verdes) ha defendido esa devolución como cura necesaria del “nacionalismo”, condenado como el mal mayor. El resultado de lo cual es que la política económica está hoy bajo el férreo control de poderosos lobbies empresariales, prontos a transformar Europa en campo abonado para la inversión financiera a costa, notoriamente, de los salarios, del bienestar social y de los servicios públicos. La gente se percata ya a estas alturas de que ningún candidato tiene posibilidades de reorientar la política económica, y por lo mismo, de mantener sus promesas sociales, cualesquiera que ellas fueren.”

Las elecciones presidenciales venideras en Francia amenazan con producir un terremoto político de envergadura, con ondas de choque capaces de extenderse mucho más allá de las fronteras del país: una especie de victoria post-mortem de los neoconservadores a través de la elección de Nicolas Sarkozy como presidente de la República francesa.

Hasta ahora, todas las encuestas sitúan a Sarkozy en cabeza de un grupo de 12 candidatos en la primera vuelta de las elecciones, a celebrar el 22 de abril. La segunda vuelta tendrá lugar el 6 de mayo entre los dos candidatos mejor colocados en la primera vuelta. Los capitalistas franceses y los principales medios de comunicación se han alineado con Sarkozy como el hombre implacable capaz de recorrer todo el camino y aniquilar de una vez por todas los dos monstruos que son la política exterior independiente francesa y el modelo social francés (o al menos, lo que queda de ellos). Ya ha tenido éxito en la toma de control del partido gaullista, destruyendo en su seno cualquier vestigio de gaullismo, al menos oficialmente, lo que no es moco de pavo. En eso, le han resultado de mucha ayuda los principales medios de comunicación, que nunca perdonaron a Chirac su no alineamiento con la política exterior estadounidense en 2003 [1].

Aunque el Economist lo compara con Napoleón, el papel político de Sarkozy se asemeja más al de Luis XVIII (el rey de la reación postrevolucionaria y postnapoleónica).

Pero la afición de Sarkozy a la retórica inflamada divide de modo terrible a la sociedad francesa. Ha dicho que limpiaría las banlieus de la racaille (chusma). Juega la carta de “la ley y el orden” con formas extremas, y sus partidarios no parecen advertir que, como ministro del interior, sus métodos consiguieron que una situación francamente mala fuera a peor. Anunció jactanciosamente que emplearía Kärcher (un limpiador de alta presión de superficies y fachadas) para limpiar las díscolas banlieus. A sus rivales, les ha llamado cómplices del crimen, una floritura retórica que resulta extremista incluso en Francia. Resultado: parte de la burguesía se ha decantado más o menos abiertamente por François Bayrou, un democristiano centrista (una especie política que estaba prácticamente extinta en Francia). Las políticas futuras de Bayrou, en caso de resultar electo, no están claras: es muy conservador, pero parece más equilibrado que Sarkozy, menos capaz de provocar desórdenes callejeros. En la izquierda mayoritaria, tenemos a Ségolène Royal. Carece de apoyos sólidos en su propio partido –el Socialista—, cuyos dirigentes masculinos más afectos al establishment están resentidos con la promoción de esta mujer a candidata presidencial gracias sobre todo a los sondeos de opinión pública que en 2006 mostraron a “Ségo” como la única candidata capaz de batir a “Sarko”. Desde entonces, sus índices en las encuestas han bajado alarmantemente, y ha llegado tan lejos en su apelación al “centro”, que muchos de sus potenciales votantes ya no ven razones para votarle a ella en vez de a Bayrou, dado que este último aparece con más posibilidades de batir a Sarkozy en la segunda vuelta, al menos según los sondeos de opinión –y la lógica más elemental—: el grueso de los votantes socialistas elegirían a Bayrou contra Sarkozy en la segunda vuelta, pero el electorado de Bayrou se dividiría entre Royal y Sarkozy, si fueran éstos los vencedores en la primera vuelta.

La izquierda radical se ha autoliquidado antes de que se celebre la elección. Sus dirigentes han logrado despilfarrar el capital político que había sido construido por el impresionante movimiento social en la campaña de 2005 contra la Constitución europea. Esa lucha llevó a la creación de comités locales, en el intento de crear un nuevo movimiento que expresara las aspiraciones de quienes se oponían a una Constitución antisocial. Ese movimiento fue probablemente el paradigma más genuino de democracia de base existente en occidente. Se esperaba que esos comités llegarían a elegir a un solo candidato como representante de la “izquierda de la izquierda”. José Bové, un pintoresco granjero cuyas espectaculares acciones contra los OGM [organismos genéticamente modificados] y contra McDonald’s lo habían convertido en una especie de símbolo por antonomasia del movimiento antiglobalización, era la personalidad más apta para unir a un movimiento diverso.

El movimiento hacia una izquierda radical unificada fue yugulado por la manipulación sectaria. El Partido Comunista Francés, una sombra de lo que fue, logró infiltrarse en los comités, o crear comités fantasma por sí propio (una de las pocas cosas que todavía es capaz de hacer), para que “eligieran” a la insípida Marie-George Buffet como candidata residencial del conjunto del movimiento. No había la menor posibilidad de unir al movimiento en torno de una candidata “unitaria” que resultaba ser una dirigente del PCF. La trotskista Liga Comunista Revolucionaria rompió filas, en la no infundada esperanza de sobrepasar a su viejo enemigo, el PCF, poniendo en plaza a su propio candidato, el cartero de cara aniñada Olivier Besancenot, cuyas dotes oratorias se revelaron en la campaña del referéndum de 2005. El resultado fue una candidata comunista y tres candidatos trotskistas compitiendo entre sí. Además de Besancenot, está la “eterna” Arlette Laguiller, de Lutte Ouvrière (Lucha Obrera), que ha sido candidata presidencial desde tiempos inmemoriales. Su inalterable mensaje le llegó a atraer hasta el 5% del voto de protesta, pero lo más probable es que le vaya mal en esta, su última campaña. Finalmente, está el totalmente oscuro Gérard Schivardi, quien se autoproclamó “candidato de los alcaldes”, aparentemente en referencia al sorprendente hecho de que las 500 firmas requeridas para presentarse como candidato procedieran de alcaldes (pero la asociación de alcaldes franceses le ha exigido retirar esa consigna). Schivardi está radicalmente en contra de la Unión Europea, pero no parece muy espabilado: dice que, hasta hace poco, no sabía que el partido que le apoya (el Parti des Travailleurs) fuera trotskista (claro que nadie puede comprobar todos los hechos). De los candidatos “pequeños”, Besancenot es el único que tiene posibilidades de cruzar el umbral del 5% necesario para que su partido reciba una buena cantidad de dineros (cosa que puede explicar la urgencia de los partidos marginales por participar en la carrera electoral, aunque sólo sea para evitar que los candidatos rivales se hagan con la plata).

Así las cosas, Bové no resolvió sumarse a la contienda electoral hasta el último minuto, demasiado tarde para generar una robusta dinámica unitaria en torno a su nombre. Así que ahora tenemos 5 candidatos en la extrema izquierda (Bové, la candidata del PCF, más los 3 trotskistas). Luego viene el candidato Verde, Dominique Voynet, que va de cabeza al desastre, puesto que el medioambiente se ha convertido en asunto inevitable para todos los partidos, y los Verts se apartaron de la izquierda “antiglobalización” hace dos años al aceptar la fracasada Constitución de la UE (aunque muchos verdes votaron en contra). Voynet, como Buffet, parece concurrir movida por poco más que la esperanza de sacar votos bastantes para conseguir plaza en el cortejo del Partido Socialista en caso de que la candidata socialista ganara.

Pero es fiarlo muy largo. Dado el riesgo de que la candidata socialista Ségolène Royal ni siquiera llegue a la segunda vuelta, mucha gente de la “izquierda de la izquierda” probablemente dará su voto ya en la primera vuelta a Ségolène Royal. Nadie ha olvidado que en la última elección presidencial de hace cinco años la deserción ante la candidatura socialista de Lionel Jospin permitió al dirigente del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, meterse en la segunda vuelta contra Jacques Chirac, quien pudo entonces ganar por goleada.

Lo malo es que ese “voto útil” podría contribuir a la victoria del temido Sarkozy, al regalarle un adversario más fácil de batir que Bayrou. Cálculos de ese tipo pueden hacer vacilar a muchos votantes.

En cierto sentido, el más interesante de los candidatos es el más veterano: Jean-Marie Le Pen. Como dijo el propio Sarkozy, todo el mundo se ha movido a la derecha, salvo Le Pen, que se ha desplazado a la izquierda. Claro está que, dado su punto de partida, podría pensarse que esto no es una gran cosa, pero eso puede resultar confundente. Por un lado, en términos de preferencias de los votantes, su partido, el Frente Nacional, ha venido a substituir ampliamente al PCF como “partido de la clase obrera”. En las últimas décadas, el PCF ha abandonado su histórico papel como integrador de la clase obrera a través de la lucha, para convertirse en un partido moralizante “de izquierda” en la estela de los socialistas. El Frente Nacional, que representa cerca del 15% del sufragio (aunque el sistema electoral lo mantiene fuera de la Asamblea Nacional), es ahora mismo el más grande de los partidos radicalmente críticos con la globalización, con las regulaciones de la Unión Europea, con las deslocalizaciones y por supuesto –vieja mercancía en su bodega— con la inmigración ilegal y la inseguridad. Pero esos últimos temas no son necesariamente impopulares entre los trabajadores. Gran novedad es que Le Pen haya rebajado drásticamente los tonos de su discurso racista que le hicieron célebre. La línea seguida ahora por el viejo demagogo (al que se le ve ya la edad) y por su talentosa hija Marine (que ha contribuido con gran pericia a acercar al Frente Nacional a la corriente política principal) pasa por subrayar que los hijos e hijas de inmigrantes son totalmente franceses (y no “chusma”, como les llama Sarkozy) y que la inmigración debería cortarse precisamente para preservar su lugar en la sociedad y mejorar sus oportunidades. Padre e hija han sido capaces de aventurase sin mayores problemas por las banlieus que Sarkozy, profundamente detestado, no ha osado visitar. Siempre entretenedor, el habitual extremismo de Le Pen tiende a la bravata de macho, como proponer aumentar el límite de velocidad 20 kilómetros más por hora en las autopistas y, al propio tiempo, aumentar la cantidad de alcohol consumido permitida a los conductores.

Un factor de la popularidad de Le Pen que no se puede mentar públicamente es que es el único político importante que no se postra en genuflexión ante el lobby pro-Israel en Francia, probablemente el segundo más fuerte del mundo (tras el de EEUU, evidentemente). Para hacerlo patente, el pasado 13 de febrero, el CRIF (el consejo representativo de las instituciones judías en Francia), que, como su análogo estadounidense (el AIPAC) celebra un almuerzo anual al que todos los políticos que cuentan se sienten obligados a ir para escuchar un pequeño sermón con instrucciones sobre lo-que-hay-que-hacer-por-Israel, organizó una reunión en la que Sarkozy-Royal-Bayrou, más un representante del PCF, recibieron lecciones sobre la amenaza que Irán representa para el mundo. Le Pen, claro está, no es invitado a esas reuniones, habiendo sido estigmatizado desde hace mucho tiempo como un “antisemita” irrecibible. Pero el estigma no funciona entre la numerosa población musulmana francesa. Al contrario.

Lo ciertos es que el énfasis puesto por Le Pen en la ley y el orden, y aun su personalidad paternalista –por no decir de “padrino”—, puede resultar atractiva para miembros de las viejas generaciones de origen inmigrante, y al mismo tiempo, conseguir el sufragio de las generaciones más jóvenes, dado el superlativo valor simbólico de Palestina. El discurso de la corriente principal es tan pro-Israel, que algunos jóvenes votantes vacilan patentemente entre Le Pen y Bové (cuyas posiciones antiglobalización y pro-Palestina han despertado la hostilidad del campo proisraelí), o entre Le Pen y Besancenot. En pocas palabras, cualquier cosa menos la corriente principal.

Un puñado de izquierdistas han llegado incluso a sumarse a Le Pen. Un escritor ex-comunista, que aún se proclama de izquierda radical, Alain Soral, ha declarado recientemente que si Marx viviera, votaría por Le Pen (una más en la próvida antología de asertos procedentes de intelectuales franceses que no hay que tomar en serio). En realidad, las políticas económicas de Le Pen son marcadamente de derechas. Pero puesto que, guste o no, Le Pen ha sido un anticipador de tendencias en la política francesa (su tema marca registrada de la “inmigración” como asunto capital halla hoy, de uno u otro modo, eco en todos los políticos franceses de primera fila), su cambiada retórica puede ser indicio de que los tiempos están cambiando. Paradójicamente, puede entendese como un progreso político para los inmigrantes legalmente establecidos el verse abiertamente reconocidos como plenamente franceses por su antiguo archienemigo. Le Pen ha percibido el crecido valor electoral de las cuestiones sociales, y aun si no tiene soluciones que ofrecer, puede obligar a la corriente principal, a derecha e izquierda, a seguirle en este tema, lo mismo que siguen tras él en materia de inmigración. Lo que podría ser una divertida paradoja.

El candidato que ha adoptado una posición de derecha más extremista en cuestiones de inmigración es Philippe de Villiers. Su "Mouvement Pour la France" es visiblemente un arcaismo de clase alta, y ni siquiera su repetida insistencia en “el peligro que representa el Islam para la Francia tradicional” y en la “Guerra al terrorismo” han logrado que el establishment judío se aparte un ápice de su resuelto apoyo a Sarkozy. Su estilo avinagrado no puede competir con el estridente populismo de Le Pen.

El último de los candidatos menores de la derecha es Frédéric Nihous, de “Chasse, Pêche, Nature et Traditions" ("Caza, Pesca, Naturaleza y Tradiciones"), hace campaña con el tema de la “vida rural”. CPNT es básicamente un grupo de intereses particulares compuesto por cazadores mosqueados con las regulaciones verdes y de la Unión Europea, limitadoras de la caza y captura de animales salvajes. Tiene una cuota de pantalla en televisión exactamente igual que los demás candidatos, lo que puede resultar cómico, pero sin duda no más irrelevante que los carísimos anuncios publicitarios lanzados en las campañas presidenciales de EEUU.

Una palabra sobre el potencial candidato que no logró obtener las 500 firmas: Nicolas Dupont-Aignan, joven gaullista ya granadito que se opuso al Tratado constitucional europeo y que buscaba discurrir por los cauces de la tradición gaullista de izquierda de la independencia nacional amalgamada con inquietudes sociales. Su ausencia pone de manifiesto el éxito de Sarkozy en punto a purgar a la derecha fancesa de los últimos vestigios de gaullismo. Cuando estaba en curso la búsqueda de firmas de alcaldes, Sarkozy manifestó públicamente que sería injusto que alguien como Besancenot no pudiera concurrir. No fue esa evidentemente su actitud frente a Dupont-Aignan. El partido supuestamente “gaullista” de Sarkozy privó del necesario apoyo al único verdadero gaullista que quería entrar en liza.

A pesar de que hay una docena de candidatos entre los que elegir, un aspecto muy llamativo de esta campaña ha sido el enorme volumen de electores indecisos. Esto es un efecto de la crisis de la democracia europea: más y más poderes han sido devueltos a la burocracia central en Bruselas, en general con el apoyo de los socialistas y los verdes. La izquierda europea (señaladamente los verdes) ha defendido esa devolución como cura necesaria del “nacionalismo”, condenado como el mal mayor. El resultado de lo cual es que la política económica está hoy bajo el férreo control de poderosos lobbies empresariales, prontos a transformar Europa en campo abonado para la inversión financiera a costa, notoriamente, de los salarios, del bienestar social y de los servicios públicos. La gente se percata ya a estas alturas de que ningún candidato tiene posibilidades de reorientar la política económica, y por lo mismo, de mantener sus promesas sociales, cualesquiera que ellas fueren. El único ámbito de autonomía restante, suponiendo que la construcción europea no haga ulteriores “progresos” hacia la “integración”, es el de la política exterior, la cual es en Francia prerrogativa del presidente de la República. Y ahí es donde una victoria de Sarkozy podría significar una enorme diferencia, ansioso como está de alinearse con EEUU e Israel.

Los sondeos de opinión han dejado de ser fiables por el gran número de indecisos, por no hablar de quienes se niegan a decir la verdad o, simplemente, cuelgan el teléfono. Se sabe ahora muy bien que los votantes de Le Pen, en particular, son renuentes a revelar sus verdaderas intenciones. ¿Qué puede, pues, esperarse el 22 de abril? A Le Pen puede irle bien donde menos se piensa, en las áreas de población trabajadora étnicamente mixtas, perdiendo posiblemente votos de derecha a favor de Sarkozy, que ha estado pescando en aguas del Frente Nacional. La izquierda radical está demasiado fragmentada para cumplir la promesa del movimiento en torno del referéndum de 2005. Royal ha estado coqueteando demasiado con el centro para ganar votos “útiles” procedentes de la izquierda radical, aunque probablemente arrastrará votos de los candidatos de los partidos verde y comunista, que parecen abocados a una derrota humillante. Sin perder de vista que la izquierda de la corriente principal se arriesga una vez más a quedar fuera de la segunda vuelta, y en caso contrario, a ser derrotada por Sarkozy.

El único candidato que, de acuerdo con las encuestas de opinión, tiene buenas posibilidades de batirle es Bayrou, cuyo electorado es el menos estable. El peor escenario posible, improbable mas no imposible, sería una segunda vuelta que, enfrentados Sarokzy y Le Pen, acabara con una apabullante victoria de Sarkozy. Clímax terrible de un proceso que empezó con Miterrand y llevó a la izquierda, incluido el PCF, a un creciente aislamiento respecto de la clase obrera.

La perspectiva de una victoria de Sarkozy resulta extraña teniendo en cuenta el odio que es capaz de inspirar en todo el arco político: desde los gaullistas leales, que le ven como un traidor, hasta la izquierda más radical, que le ve como el enemigo principal. Pero muchos en la izquierda radical son “demasiado principistas” para votar por un centrista, o incluso por Ségolène Royal, a fin de mantener a Sarkozy alejado del poder, y podrían abstenerse en la segunda vuelta.

La personalidad hambrienta de poder de Sarkozy resulta profundamente alarmante para algunos observadores; otoriamente para el periodista Jean-François Kahn, fundador de la popular revista Marianne, que ha declarado la guerra ideológica total contra el corredor que va en cabeza. Pero teniendo en cuenta la oposición que suscita, la victoria de Sarkozy, de ocurrir, podría no ser tan mala como la guerra relámpago ideológica que traería consigo. Se puede anticipar que los medios de comunicación angloamericanos presentarían esa victoria como “prueba” de que Francia ha visto finalmente la luz, arrojando sus malos hábitos gaullistas/socialistas por la borda e incorporándose al paraíso globalizador. Y como prueba de que nadie puede resistirse al liderazgo de EEUU e Israel en el Oriente Medio.

Mas el triunfo de Sarkozy, si se diera el caso, sería sólo un fenómeno superficial en una realidad social inestable y volátil. Dada la naturaleza rebelde de la población, es improbable que ningún presidente sea capaz de imponer su voluntad, salvo ejerciendo una dictadura real. La izquierda francesa, y particularmente la izquierda radical, necesita poner la carne en el asador y apreciar cabalmente lo que distingue a Francia de otras potencias occidentales: una tradición de revolución social combinada con un estado robustamente laico comprometido con un cierto ideal de igualdad. Eso significa superar el sectarismo, así como la propia tendencia “odiar a Francia” por sus malos momentos en la historia: el colonialismo y Petain, señaladamente. Las fuerzas reaccionarias que sostienen a Sarkozy también “odian a Francia”, por las razones contrarias.

Sarkozy, que ha manifestado su deseo de crear un “ministerio de inmigración e identidad nacional”, dijo a los bushitas en un reciente viaje a Washington que estaba “orgulloso de que la llamaran ‘Sarkozy, el Americano’”, que, a menudo, “se sentía como un extranjero en su propio país”, y que Dominique de Villepin era culpable de “arrogancia” por su famoso discurso ante el Consejo de Seguridad de la ONU rechazando los llamamientos de EEUU a la guerra contra Irak. La “identidad nacional” que Sarkozy tiene en la cabeza no tiene nada que ver con las mejores tradiciones nacionales de Francia, que más bien parece pronto a liquidar. Pero se puede esperar que tamaña tarea quede fuera del alcance de este antiguo alcalde de la conurbación de Neuilly ávido de poder, aun con el sostén del mercado de valores, de los neoconservadores y de la estrella francesa del rock Johnnny Hallyday, que se ha ido de Francia para no pagar impuestos. Tarde o temprano, asomará la “identidad nacional” real.

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