Hace cuatro años uno de los internos pidió que se creara un sitio exclusivo para homosexuales dentro del penal de Boulogne Sur Mer. Allí viven 15 presos en buena armonía y con un plan de convivencia digno de cualquier familia.
Alejandro Gamero
Los infaltables malvones, los rosales y las buenas noches abren paso a un pequeño jardín de chipica que colorea el frente rústico y austero. Los helechos cuelgan a media altura en macetones de lata tan cuidados y atendidos como el frente de la casa, pintado de impecable blanco que refugia a una pequeña virgen cargada de rosarios. A un lado, un “picado” de seis contra seis atrapa la atención de algunos y los goles resuenan contra los muros. Sólo el seco chasquido del candado que abre el perímetro delata la verdad: no es una casita de fin de semana, es el pabellón 14A de gays y travestis, en la cárcel provincial.
Allí, en el penal de Boulogne Sur Mer, Andrea ha logrado en unos años casi un milagro: transformar su lugar de prisión en una casa de familia donde convive junto con otros 14 compañeros, la mayoría homosexuales.
La limpieza, el orden y las obligaciones domésticas diarias, el trabajo, el estudio y la convivencia consensuada, tolerante y planificada son las reglas inquebrantables que allí imperan y que transformaron el viejo y oscuro pabellón en un hogar mucho más confortable que el propio hogar.
“Acá todos hemos tenido malas experiencias y estamos privados de la libertad pero no de vivir bien. Por eso yo elegí estar bien, encontrar en el encierro la libertad interior”, cuenta Andrea, el travesti que arrancó con este proyecto que hoy es realidad y que es considerada en el pabellón como la madre de todos.
Recuerda que “hace cuatro años era un pabellón de 40 personas. Yo propuse el cambio para hacer uno exclusivo de homosexuales. Se fue formando una familia, arreglamos, pintamos, yo hice el jardín y construimos así nuestro hogar”.
No se trata sólo de sobrevivir. Andrea lleva nueve años en la cárcel y purga una prisión perpetua por robo agravado y homicidio. Cuando ve todo lo que ha logrado junto con sus compañeros sentencia: “Hago todo esto para salir de acá y para que ellos también salgan. Yo me quiero ir y quiero que ellos se vayan y que cuando salgan sean mejores personas y para eso hay que empezar a serlo de desde acá. No quiero volver a una esquina como lo tuve que hacer antes por necesidad”.
Como en un hogar
En el living del pabellón desde donde se puede apreciar el jardín, Andrea y sus compañeros van soltando sus vivencias alrededor de una mesa con un mantel de diario y una puntilla para las visitas que ya estaba lista para recibirnos.
Dos copas rebosan de gaseosa fresca. Sí, fresca, porque basta echar una mirada y ver la heladera y el televisor que llegaron por una donación, una lámpara esquinera de toque rústico con un símbolo oriental que propone calidez, el cuadro de un unicornio y la repisa con algunos cacharros de cerámica sobre las paredes de dos colores.
“Todo esto lo hemos hecho nosotros, pintar, cuidar el lugar y mantener la limpieza”, asegura Diego, uno de los internos y revela: “Dura así unos meses y después pintamos de nuevo, le ponemos otro color a la pared y cambiamos los muebles de lugar. Siempre le estamos haciendo cosas”.
El piso de baldosas brilla al punto de poder reflejar a los que caminan sobre él y las pequeñísimas habitaciones sin puerta y con dos cuchetas se dejan entrever a través de las cortinas que resguardan la intimidad. Lucen ordenadas al extremo, con las camas hechas y la ropa doblada. La cocina no es menos. Los vasos y los platos tienen su lugar, la verdura el suyo y ellos se preparan la comida. Todo es así en el pabellón 14A de homosexuales de la cárcel provincial.
Alejandro Gamero
Los infaltables malvones, los rosales y las buenas noches abren paso a un pequeño jardín de chipica que colorea el frente rústico y austero. Los helechos cuelgan a media altura en macetones de lata tan cuidados y atendidos como el frente de la casa, pintado de impecable blanco que refugia a una pequeña virgen cargada de rosarios. A un lado, un “picado” de seis contra seis atrapa la atención de algunos y los goles resuenan contra los muros. Sólo el seco chasquido del candado que abre el perímetro delata la verdad: no es una casita de fin de semana, es el pabellón 14A de gays y travestis, en la cárcel provincial.
Allí, en el penal de Boulogne Sur Mer, Andrea ha logrado en unos años casi un milagro: transformar su lugar de prisión en una casa de familia donde convive junto con otros 14 compañeros, la mayoría homosexuales.
La limpieza, el orden y las obligaciones domésticas diarias, el trabajo, el estudio y la convivencia consensuada, tolerante y planificada son las reglas inquebrantables que allí imperan y que transformaron el viejo y oscuro pabellón en un hogar mucho más confortable que el propio hogar.
“Acá todos hemos tenido malas experiencias y estamos privados de la libertad pero no de vivir bien. Por eso yo elegí estar bien, encontrar en el encierro la libertad interior”, cuenta Andrea, el travesti que arrancó con este proyecto que hoy es realidad y que es considerada en el pabellón como la madre de todos.
Recuerda que “hace cuatro años era un pabellón de 40 personas. Yo propuse el cambio para hacer uno exclusivo de homosexuales. Se fue formando una familia, arreglamos, pintamos, yo hice el jardín y construimos así nuestro hogar”.
No se trata sólo de sobrevivir. Andrea lleva nueve años en la cárcel y purga una prisión perpetua por robo agravado y homicidio. Cuando ve todo lo que ha logrado junto con sus compañeros sentencia: “Hago todo esto para salir de acá y para que ellos también salgan. Yo me quiero ir y quiero que ellos se vayan y que cuando salgan sean mejores personas y para eso hay que empezar a serlo de desde acá. No quiero volver a una esquina como lo tuve que hacer antes por necesidad”.
Como en un hogar
En el living del pabellón desde donde se puede apreciar el jardín, Andrea y sus compañeros van soltando sus vivencias alrededor de una mesa con un mantel de diario y una puntilla para las visitas que ya estaba lista para recibirnos.
Dos copas rebosan de gaseosa fresca. Sí, fresca, porque basta echar una mirada y ver la heladera y el televisor que llegaron por una donación, una lámpara esquinera de toque rústico con un símbolo oriental que propone calidez, el cuadro de un unicornio y la repisa con algunos cacharros de cerámica sobre las paredes de dos colores.
“Todo esto lo hemos hecho nosotros, pintar, cuidar el lugar y mantener la limpieza”, asegura Diego, uno de los internos y revela: “Dura así unos meses y después pintamos de nuevo, le ponemos otro color a la pared y cambiamos los muebles de lugar. Siempre le estamos haciendo cosas”.
El piso de baldosas brilla al punto de poder reflejar a los que caminan sobre él y las pequeñísimas habitaciones sin puerta y con dos cuchetas se dejan entrever a través de las cortinas que resguardan la intimidad. Lucen ordenadas al extremo, con las camas hechas y la ropa doblada. La cocina no es menos. Los vasos y los platos tienen su lugar, la verdura el suyo y ellos se preparan la comida. Todo es así en el pabellón 14A de homosexuales de la cárcel provincial.
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